Algunas conchas aún conservan la pequeña etiqueta de identificación con su elegante caligrafía, otras muchas muestran la huella de haberla perdido, aunque no sé hasta qué punto mi abuelo se dedicó a labores de identificación. Tal vez sólo le gustaba coleccionar, clasificando sólo ocasionalmente alguna de ellas. Son esas cosas que da lástima no poder averiguar. Hoy, mis blancas etiquetas se mezclan con las suyas, amarillentas por el transcurrir de los años.
Estos días he vuelto a comprender cómo para apreciar y ser conscientes de la inmensa variabilidad existente en las formas de los seres vivos, en este caso bivalvos y gasterópodos, es necesario acudir a unas guías y tratar de clasificar los ejemplares. De repente comienzan a aparecer detalles morfológicos en los que nunca habías reparado y que te permiten deducir a partir de qué formas primitivas derivan. Es un modo de intuir y dejarse contagiar por un atisbo del entusiasmo que caracterizó a los naturalistas clásicos.
Supongo que, como en muchas cosas en la vida, lo importante reside en los detalles.
La caracola del tritón retuvo
la distancia en la gruta del sonido
y en la estructura de su cal trenzada
sostiene el mar con pétalos, su cúpula.
Fragmento del poema Molusca gongorina, de Pablo Neruda.
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