Cada mañana, al amanecer, las gaviotas levantan el vuelo y abandonan el embalse. Muchas de ellas se reúnen encima de los pastos de las granjas cercanas, dando vueltas en círculo mientras las vacas pacen tranquilas. Otras tal vez vuelen más lejos y lleguen a la gran ciudad donde el alimento abunda, sobre todo allí donde los humanos acumulan sus residuos. Durante el resto del día, los cielos son surcados por numerosas cigüeñas que, afanosas, transportan en sus picos ramas con las que reforzar sus enormes nidos. Allá a lo lejos, donde La Pedriza se recorta contra el cielo, un buitre vigila los riscos. Y aquí, un par de carboneros dan buena cuenta de las miguitas que, tras el recreo, han quedado en el patio. Finalmente, el atardecer trae a las gaviotas de vuelta al embalse, a este pequeño mar que me reconforta ahora que el otro, el de verdad, queda lejos. Una bandada de patos sobrevuela el agua, y una fresca brisa desciende al valle agitando la hierba salpicada de narcisos. Al día siguiente, vuelta a empezar: un día más el cielo será de las aves.