No hay nada como ver feliz a alguien al que aprecias. Ayer estuve en la lectura de la tesis doctoral de una amiga, compañera de fatigas durante mis años en la universidad (es increíble que ya hayan pasado tantos años... jo... que vieja soy). Además de alegrarme mucho de verla después de tanto tiempo, y de compartir con ella un momento tan importante, me encantó volver a involucrarme, aunque sólo fuera durante una tarde, en el mundillo de la ciencia. El tribunal, además de felicitarla, hizo muchos comentarios y planteó muchas preguntas y por unos momentos volví a sentir (lo tenía olvidado) el lado apasionante de la investigación. Admiro a la gente que dedica su vida, horas y horas de trabajo, a intentar entender asuntos aparentemente tan insignificantes como el mecanismo molecular de salida del virus diminuto de ratón (en serio, se llama así) y qué proteína concreta se encarga de fosforilar la cápsida del virus, cómo y en qué momento. Yo no supe encontrar la motivación suficiente para seguir investigando cuando tuve la oportunidad. Mi problema era un exagerado escepticismo, a veces no me creía los resultados de los experimentos, siempre pensaba que salían por azar, por pura suerte o por motivos desconocidos. No me fiaba de lo que ocurría en los diminutos tubitos de ensayo, en los que todo mi trabajo se reducía a un volumen de 25 microlitros. Mi lado pesimista salía a relucir constantemente, y no se puede ser científico y pesimista, no se puede.
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