Vaya día el de ayer. Iba yo dispuesta a terminar de aprender a esquiar de una vez y a fundir los 64 MB de la tarjeta de memoria de mi cámara. Y ni una cosa ni la otra. Me temo que toda esta parafernalia que supone el esquí no es lo mío. El madrugón no me importó, de hecho me permitió ver la sierra como nunca la había visto. Los primeros rayos de sol que asomaron por el horizonte bañaban la nieve y la niebla de una suave luz rosada. Las montañas tenían un aspecto muy curioso e irreal, como de cuento. Pero mi cámara no llegó a tiempo. En cuanto me bajé del coche una fría bofetada polar me dejó los ojos todos llorosos. Más tarde pude comprobar que la temperatura era de 7º bajo cero!!!. Pero no me rendí, me puse las gafas de ventisca, saqué mi mano de uno de los guantes y encendí la cámara, hice clic y la cámara hizo cloc ... y se acabó. No volvió a encenderse. Es lo que tienen estos artilugios digitales, al parecer a mi cámara tampoco le gusta el frío. Así que pensé, bueno es una pena .. pero así me concentro mejor en esquiar y no me paso el día sacando fotos a todo. Mientras, mi manos se encontraba en un incipiente estado de congelación y lo único en lo que pensaba era en esos montañeros que van perdiendo dedos por el Himalaya. Un mapache como yo, que debería estar acostumbrado al frío y tal, pues no, parece que no...
Lo siguiente, alquilar el material: las botas (un auténtico infierno que me dejaron los gemelos hechos papilla), los esquís (¿por qué narices pesan tanto?) y los bastones (lo único que se salva). Y ala, a la praderita a hacer el tonto con los principiantes y miedicas (como yo). Después de hacerme 178 viajes con los esquís al hombro para remontar la praderita, llegué a la conclusión de que lo tenía dominado, sabía frenar, a veces sabía hasta girar cuando yo quería y otras hasta giraba en paralelo levantando uno de los esquís. Y no me había caído ni una sóla vez. Así que me compré un ticket para subir en el telesilla. Fue lo mejor del día, mis temores por no saber subir o bajar del invento se quedaron en nada. Aquello estaba chupado. Ya estaba arriba con una sonrisa de oreja a oreja. Todo era precioso y por suerte la niebla no dejaba ver el final de la pista y la primera parte parecía fácil, no había mucha pendiente. Y bueno, supongo que lo que viene a continuación es obvio, fui bajando despacito, pero bien, hasta que la pendiente hizo que los esquís se embalaran, y todo se fastidió. Me entró el pánico y ... al suelo. Un miedo escénico completamente irracional al que yo me suelo referir como “ofuscamiento generalizado”, se apoderó de mí. Es que el tortazo fue considerable, pero por suerte sin más consecuencias que unas terribles agujetas en las piernas, supongo que debidas a los dobleces y plegamientos imposibles que sufrieron. Bajé como pude el resto de la pista hasta que al final la pendiente se normalizó un poco, controlé el ofuscamiento y recuperé la dignidad. El resto del día lo pasé en la praderita llegando a un total de 298 bajadas, disfrutando como un mapache.
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