Las cajas llevan años cogiendo polvo en un rincón del trastero. Dentro, envueltas cuidadosamente en papeles de periódico, se amontonan decenas de caracolas, conchas de bivalvo, nautilos, corales, estrellas y algún caballito de mar.
Hace mucho tiempo mi abuela quiso que me quedara con la colección completa, me dijo que a mi abuelo le habría gustado que yo la guardara. Por falta de espacio, sólo algunas de las piezas se han salvado de esta reclusión, y me han acompañado a lo largo de los años, decorando los bordes de las estanterías y algunos recovecos de la memoria. Siempre he imaginado que algún día, cuando tenga mi propia casa tal vez, aquellos tesoros volverán a ver la luz y de una vez por todas completaré la labor que inició mi abuelo, clasificando científicamente todos los ejemplares.
De vez en cuando desembalo alguna caja y me asomo a mi infancia, recordando cómo corría por el largo pasillo de su casa hasta alcanzar la habitación de las conchas. Estando de pie sólo alcanzaba a ver el primer estante, allí estaban agrupadas por "familias" las caracolas más pequeñas y yo rápidamente identificaba al "padre", a la "madre" y a los "niños". Mi abuelo siempre temía que rompiera algo o que despegara los diminutos adhesivos que mostraban el nombre de algunos ejemplares, pero en el fondo sé que le encantaba mostrarnos, tanto a mis hermanos como a mí, sus nuevas adquisiciones y las anécdotas sobre cómo y dónde las había encontrado o comprado. En las estanterías más altas colocaba las conchas más grandes, inmensas, no sé qué me impresionaba más, si el rugido del mar que escuchaba dentro de ellas, o el pensar que aquello había sido el caparazón de un enorme caracol marino.
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