Acabo de terminar Coraline, de Neil Gaiman, lo he leído en dos sentadas imaginando todo el rato la acción como en una peli de animación de Tim Burton. Por cierto, parece que el director Henry Selick (Pesadilla antes de navidad, James y el melocotón gigante) va a adaptar la novela.
Una casa nueva siempre es una tentación a explorar para una niña como Coraline. Sobre todo si cuenta con una puerta cerrada con llave. La historia tiene algunos puntos en común con El viaje de Chihiro, ambas atraviesan el umbral a otro mundo, pierden a sus padres y tendrán que enfrentarse a un desafío para recuperarlos y volver a su vida anterior. Coraline atraviesa la puerta por curiosidad, le encanta explorar. Sin embargo, Chihiro, asustada y reticente, se limita a seguir a sus padres cuando éstos cruzan el túnel.
Recuerdo la compuerta que había en el techo de la casa de campo en la que veraneaba cuando era pequeña. Y como Coraline, me preguntaba qué habría al otro lado. La respuesta de los mayores siempre era la misma: "no hay nada, sólo un antiguo depósito de agua y algún trasto viejo", "¿podemos subir y verlo?", "no podéis, está muy oscuro, es peligroso y además no hay nada que ver". Algo así se repetía verano tras verano, a veces lo olvidábamos y centrábamos nuestra atención en algún otro misterio prohibido: buscar la llave del pozo que escondía mi abuelo, o ir a explorar un caserón medio en ruinas que había cerca.
Yo fui una mezcla de Coraline y Chihiro, en ocasiones la curiosidad y las ansias de explorar se veían frenadas por el miedo o la sensación de estar haciendo algo peligroso y prohibido por nuestros padres. Aunque gracias a mi primo, compañero de aventuras en aquellos veranos, y contrapunto a mi carácter responsable, acabé por asomarme al desván y también llegué a atravesar un par de habitaciones de aquella casona en ruinas. Y fue divertidísimo.
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